martes, 8 de noviembre de 2011

El cementerio de los libros

Pero no me refiero al de los olvidados. Todo lo contrario: hablo del de los libros recuperados, exhumados.

No seré yo quien niegue valor a las obras póstumas. Hay escritores que por circunstancias de la vida no pueden o no quieren publicar textos que a la larga se tornan fundamentales. Acudiré al ejemplo clásico: de no mediar la traición de Max Brod, lo mejor de Kafka hubiera quedado inédito. Resultaría largo y un esfuerzo vano intentar responder aquí si se ha de respetar o no la voluntad del artista que no desea que parte de su obra, por no creerla finalizada o suficientemente buena, salga a la luz. No van por ahí los tiros.

Está bien que se publiquen obras póstumas. Aunque a veces no aporten demasiado, son piezas de un puzzle. Los humanos somos así: nos gusta completar los rompecabezas, somos coleccionistas.

Por otro lado, la literatura es un territorio que comparten sin demasiados altercados vivos y muertos. Un vecindario con cementerio suele ser bastante tranquilo, y en el mundo literario abunda tanto la sangre nueva y el elogio a la juventud (hay que escuchar a Emilio Lledó para darse cuenta de la impostura que ello esconde), que siempre hay escritores a los que descubrir. La novedad rige el mercado, y la juventud es sinónimo de novedad.

Una obra póstuma es por definición la última de un autor. El problema surge cuando este legado se administra con cuentagotas, y lo publicado se convierte en lo penúltimo o lo antepenúltimo. Lo último ya no es tal: lo último es entonces "lo nuevo".

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