domingo, 4 de marzo de 2012

La necesidad de aprender

Sospecho que un buen maestro es aquel que está siempre con las orejas bien abiertas, pendiente de lo que sucede a su alrededor, de lo que dicen sus alumnos. Un buen maestro siempre aprende de sus estudiantes. Se dice además que quien enseña envejece mejor, ya que está siempre rodeado de gente más joven que uno. Es probable que sea una gran verdad.

La anécdota es la siguiente: una de las estudiantes de un profesor de lenguas, acaso la más brillante, cansada uno de los días de clase, le sugiere a su maestro que lean su libro favorito. El libro está escrito en inglés, pero podríamos leerlo en español, afirma ella. ¿Pero tú lo has comprado en español?, pregunta el incauto profesor. No, pero podemos encontrarlo en Internet. Treinta segundos bastaron para que comenzaran a leerlo.

¿Cuánto pagaron? Nada. Maestro y estudiante buscaron la versión electrónica del libro en español en Amazon.es, y no existía. El libro en cuestión estaba publicado por una modesta editorial española que difícilmente distribuirá a una librería de Texas, de Montevideo, de Quito o de Tampico. A todos esos lugares, sin embargo, sí llega Internet.

Por contra a lo que seguramente han pensado, lo que la estudiante bajó a su ordenador no era una copia de la traducción publicada por la editorial española. Era otra. Un grupo de jóvenes entusiastas se habían organizado para traducir las más de 500 páginas que tiene la edición original de la novela. Unos tradujeron, otros revisaron y corrigieron las traducciones y otros maquetaron el texto como si de un libro de verdad (¿acaso no lo era?) se tratara.

¿Por cuánto lo vendían? Por nada. Todo ese trabajo lo hicieron por amor al arte, por amor a la novela: just for fun, just by fans.

La anécdota me recordó dos cosas: por una parte, lo que suele repetir Henry Jenkins tomando Harry Potter como paradigma: que las editoriales y la industria del entretenimiento no han de temer a los jóvenes que saben usar Internet, sino considerarlos sus aliados.


Por otra, lo que el músico Luis Delgado nos dijo a finales de los 80 a un grupo de enamorados de la música electrónica: que las compañías discográficas iban a instalar en las tiendas de discos máquinas en las que podrías seleccionar las canciones y la portada que más te gustaran y así hacer tu propio CD. Claramente el propósito era acabar con la lacra de las cassettes caseras hechas de jirones de canciones escuchadas en la radio. El tiempo pasó y las máquinas nunca llegaron. Posiblemente seguía siendo más lucrativo el modelo del LP, del disco de larga duración, de la compra obligatoria de media docena de canciones aunque sólo te gustasen un par de ellas. La respuesta de los consumidores, una década después, fue Napster.

Acaso las industrias culturales sean como los maestros: para envejecer bien han de tener las orejas bien abiertas, han de preocuparse de lo que sucede a su alrededor y, en definiva, han de saber aprender.